El río Magdalena despierta cada mañana con la cadencia de un gigante que respira lento. En el Gran Malecón, los árboles parecen conversar con las aguas, como viejos confidentes de secretos guardados por siglos.

Las familias caminan con el mismo paso con que avanzan las embarcaciones invisibles de los abuelos pescadores. Hay quienes dicen que, al atardecer, los espíritus del río se sientan en los bancos para escuchar las risas de los niños y probar el aroma de la comida que flota desde el Caimán del Río.

Entre luces y faroles, el tiempo se detiene, y los visitantes sienten que no caminan, sino que sueñan. El río, sabio y paciente, observa todo sin prisa, recordando que Barranquilla nació de su abrazo. El Malecón no es un paseo: es un relato vivo donde cada paso es un verso y cada mirada, un recuerdo que se queda flotando en el aire.


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