En el Museo del Carnaval las máscaras no duermen: parpadean con ojos de vidrio y, en silencio, ensayan risas para la próxima fiesta. Los disfraces parecen respirar, como si esperaran que alguien los invite a bailar.

Al recorrer sus salas, el visitante siente que los tambores laten bajo el piso, que las marimondas saltan invisibles en los pasillos y que las cumbiamberas dejan rastros de perfume en el aire. El museo no es un lugar de memoria: es un Carnaval detenido en un hechizo, que se despliega cada vez que alguien cruza sus puertas.

Quien lo visita se convierte en comparsa sin darse cuenta, con el corazón contagiado de esa alegría irrepetible que hace que Barranquilla, una vez al año, no viva en el calendario, sino en un sueño colectivo donde todos se reconocen como hijos de la fiesta.


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